lunes, octubre 09, 2006

La noche

La noche ejerce en mí una fascinación sensual. Pero no cualquier noche, no. Una como la de hoy: casi estival.

No se trata de un ansia carnal, casi vulgar, sino más bien de una atracción por lo crepuscular. Es una obsesión onírica la que me seduce desde la obscuridad. Cuando cae el sol, en primavera y en verano, algo primitivo resuena en mi interior. Resabios, tal vez, de un Revenante oculto en las páginas de mis genealogías.

La obscuridad me estimula. La mente se agita, busca salidas inesperadas de la prisión somática que la mantiene en su sitial diurno. Cuando camino, (siempre por calles arboladas, preferentemente por las que aún conservan esos viejos caserones que hicieron famoso a Belgrano) puedo respirar las hojas de los árboles, el polen de los capullos que se abren a la luna y a los insectos, las emanaciones de la tierra húmeda, la voluptuosidad de la piel sin ropa de los que me cruzan.

Entre los pliegues de la noche me filtro, y me inmiscuyo en el mundo surrealista de las criaturas prohibidas, de los temores ancestrales, del terror de los antiguos. La negrura se densifica, casi como una bruma que me rodea. Los sentidos se agudizan: ahora puedo oír rumores transmitidos de unos a otros entre los árboles, puedo percibir los ominosos movimientos de ciertos objetos inanimados que, libres ya de vigilancia humana, despliegan su actividad noctámbula con escalofriante falta de pudor. Descubro la mirada de gorriones y palomas que me observan con sigilo desde las oquedades de los plátanos. Entre ellos se mueve una sombra más negra que el abismo, pero sólo yo la presiento. Y ella a mí.

Deambulo así sin rumbo fijo, a la deriva entre las brumas opacas que toman por asalto el barrio como un ejército en emboscada, como un depredador experimentado. Transito de un mundo a otro embriagado de noche espesa y sinuosa. En su seno anidan misterios inescrutables que se niegan a los profanos diurnos, y que si se revelan indebidamente, se esfuman en el aire.

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