lunes, octubre 30, 2006

Los Arutimunna

Ésos, que ni siquiera miramos al pasar y que al nacer, ya todo lo han perdido. Ésos que son feos, negros, y pobres, o que han fracasado, en el amor, en el juego y en la vida. Ésos, que sufren vejámenes e insultos todos los días en el trabajo, en la escuela, en la calle, en el club. Ésos y ésas que han sido heridos, en el cuerpo y en lo más profundo del alma, ésos y ésas a quienes la vida se obstina en denigrar; los que todo lo intentaron y nada lograron; aquéllos a quienes incluso la esperanza abandonó: ésos, no tienen nada que perder. Por eso se vuelven contra vos y contra todo. Nada que perder, vida por vida, ojo por ojo. Míralos, están a tu alrededor. Se multiplican por millones. Son la inseguridad, la injusticia, la desnutrición, el abandono, la miseria y el analfabetismo. Miran al mundo desde la vidriera de la eterna negación. Ésos, que esperan su muerte, ésos, que los Antiguos conjuraban con temor reverencial, son los Arutimunna, los que esperan la muerte, y son tus verdugos.

martes, octubre 24, 2006

Fotofobia

Reposaba. Su cabeza apenas rozaba el respaldo del asiento en donde yacía semidormida, como arrojada allí descuidadamente.

El sopor del mediodía invadía el vagón por la persiana abierta. El fulgor le ladeaba la cara con un rictus mezcla de apatía e incomodidad. El pie -elegantemente enfundado en una sandalia de impecable diseño- se hundía en el asiento y obligaba a la pierna a acomodarse en una complicada mueca. Toda su postura evidenciaba pudor y descaro por partes iguales.

Otra andanada de luz atacaba la retaguardia del asiento, proveniente del vagón anterior, iluminando el umbral del coche en conjunción con la ventana.

Sólo ella respiraba hastío en aquella argamasa de cueros, metales y maderas vetustas, fatigadas por innumerables tránsitos.

Sólo ella escapaba al hastío dominical. Sólo ella rumiaba vaya a saber qué desencanto, qué amargura, qué anhelo lejano. Tan lejano como el final de aquél verano.

Porque quizás, no haya mayor tristeza que la tristeza bajo el sol de verano.

martes, octubre 17, 2006

El errante

Numlil, anciano entre los ancianos, es el último que recuerda, por boca de su abuelo, cómo era el tiempo en el que el verano no dejaba la tierra, ni los árboles despedían a sus hojas.

Antes que las aguas cubrieran la tierra de los cuatro ríos, hubo otra era. Los hombres morían con doscientas cosechas a cuestas. Las casas no tenían puertas, ni las ciudades murallas.

Antes, mucho antes que el primer Upanishim pusiera un pie en el país de Mor, Tilzim nos visitaba.

Él bajaba y se sentaba en el trono dorado de la pirámide de Mor y hablaba a los hombres. Enseñaba su sabiduría y cantaba con nosotros, sus pequeños. Porque para Él, no eramos más que niños. Y todo lo que los Upanishim saben, lo aprendieron de Él. A cantar con el viento, a multiplicar las plantas y los árboles, a domeñar las criaturas, a preparar la uva y a respetar la guarida del león. A seguir el paso de las estrellas en la cúpula y a predecir la crecida de los ríos.

Todo nos lo enseñó sin pedir nada a cambio. Todo nos lo regaló con infinita benevolencia. Pero cuentan las diez mil tablas de Khorsabad, que los Annunaki, saliendo del abismo, envilecieron el corazón de los hombres para pudrir Su creación. Y los hombres prestaron sus oidos a los Annunaki. Y construyeron murallas, y carros y tomaron bestias de las llanuras y montaron sobre ellas para hacer la guerra y combatieron entre sí con todo lo que encontraron que les fuera útil para matar y dañar.

El odio anidó en sus corazones y sus mentes cayeron en la obscuridad del abismo. Un día, Utama de Eridu rompió el sello de la pirámide y robó las tablas que custodiaban los sacerdotes. En su palacio de piedras negras, combinó las enseñanzas de todos los Upanishim y guardò en un arca dorada, todo el fuego del sol. Utama llamó a la guerra a su enemigo Enkil y en el atardecer del quinto día de batalla, se abrió el arca maldita.

Entonces el fuego se derramó por la llanura en un suspiro. En una extensión equivalente a cinco meses de marcha, no quedó árbol, hombre o animal en pie, ni casas ni murallas ni hierba, sino cenizas y humo que cubrieron el sol durante días. Los que no fueron calcinados por el fuego de Utama, caían muertos días después, quemados por dentro.

Los hombres que sobrevivieron huyeron hacia el norte, hacia el sur, hacia el este y el oeste, porque la tierra de Mor había quedado cubierta de cenizas. Y Tilzim habló a los hombres, una úlitma vez, y dijo: "No verá el hombre mi rostro ya en la tierra de Mor, ni en Eridu ni en el país de Kemet, porque sus corazones han negado mis enseñanzas y oído a los Annunaki. Que el sol retroceda pues y que los hombres anhelen su calor que les será negado tres veces y una vez concedido. Y la tierra será un páramo estéril hasta que los niños que la habitan comprendan el secreto de la vida".

Entonces, Tilzim buscó a Nohir, escriba del templo y le dijo: "Nohir, tú conoces la compasión, toma arcilla y escribe, de mí para los hombres: "Yo soy Tilzim, tu Dios, y no abandonaré a mis criaturas. Andaré errante entre el cielo y la tierra y bajaré nuevamente para pesar el corazón de los hombres. Entonces los pondré a prueba y sólo los justos vivirán de verdad. Ve y dile a los hombres que volveré".

-"¿Cuándo, mi Señor, volverás y cómo sabremos que has regresado?".
-"El Tiempo es mío. Esperen, que vuelvo. Cinco mil cosechas contarás, y cuando la estrella se mueva en el horizonte, y se detenga, allí los que caminan con justicia me encontrarán".

Así lo cuenta Numlil, como está escrito en las tablas de Mor, en el palacio de Khorsabad, según lo escuchó de las gentes del Libro, los que creen en un solo dios.

lunes, octubre 09, 2006

La noche

La noche ejerce en mí una fascinación sensual. Pero no cualquier noche, no. Una como la de hoy: casi estival.

No se trata de un ansia carnal, casi vulgar, sino más bien de una atracción por lo crepuscular. Es una obsesión onírica la que me seduce desde la obscuridad. Cuando cae el sol, en primavera y en verano, algo primitivo resuena en mi interior. Resabios, tal vez, de un Revenante oculto en las páginas de mis genealogías.

La obscuridad me estimula. La mente se agita, busca salidas inesperadas de la prisión somática que la mantiene en su sitial diurno. Cuando camino, (siempre por calles arboladas, preferentemente por las que aún conservan esos viejos caserones que hicieron famoso a Belgrano) puedo respirar las hojas de los árboles, el polen de los capullos que se abren a la luna y a los insectos, las emanaciones de la tierra húmeda, la voluptuosidad de la piel sin ropa de los que me cruzan.

Entre los pliegues de la noche me filtro, y me inmiscuyo en el mundo surrealista de las criaturas prohibidas, de los temores ancestrales, del terror de los antiguos. La negrura se densifica, casi como una bruma que me rodea. Los sentidos se agudizan: ahora puedo oír rumores transmitidos de unos a otros entre los árboles, puedo percibir los ominosos movimientos de ciertos objetos inanimados que, libres ya de vigilancia humana, despliegan su actividad noctámbula con escalofriante falta de pudor. Descubro la mirada de gorriones y palomas que me observan con sigilo desde las oquedades de los plátanos. Entre ellos se mueve una sombra más negra que el abismo, pero sólo yo la presiento. Y ella a mí.

Deambulo así sin rumbo fijo, a la deriva entre las brumas opacas que toman por asalto el barrio como un ejército en emboscada, como un depredador experimentado. Transito de un mundo a otro embriagado de noche espesa y sinuosa. En su seno anidan misterios inescrutables que se niegan a los profanos diurnos, y que si se revelan indebidamente, se esfuman en el aire.

domingo, octubre 08, 2006

Los Justos

"Un hombre que cultiva un jardín, como quería Voltaire.
El que agradece que en la tierra haya música.
El que descubre con placer una etimología.
Dos empleados que en un café del Sur juegan un silencioso ajedrez.
El ceramista que premedita un color y una forma.
Un tipógrafo que compone bien esta página, que tal vez no le agrada.
Una mujer y un hombre que leen los tercetos finales de cierto canto.
El que acaricia a un animal dormido.
El que justifica o quiere justificar un mal que le han hecho.
El que agradece que en la tierra haya Stevenson.
El que prefiere que los otros tengan razón.
Esas personas, que se ignoran, están salvando el mundo."
-Jorge Luis Borges

sábado, octubre 07, 2006

Revelación

Ayer volvía del trabajo, y en la calle todo era ruido y humo del tráfico. Caminaba ensimismado en un mundo de obligaciones por cumplir que me abrumaban. Llegué a la parada del 152 y esperé. Un autómata más entre los millones que cumplen horarios, un siervo del reloj.

Algo llamó mi atención. No fue un ruido, no fue una imagen, ni un contacto. Fue algo interno, visceral.

Miré hacia mi izquierda. Me llamó, y mis pensamientos se concentraron en aquella imagen. Me llamó desde su silencio, desde su inmovilidad, pidió mi atención utilizando vaya a saber qué resorte mágico, ignoto, inconsciente. Sus ojos miraban, pero enseguida me di cuenta que no veían. Su cara fatigada trasuntaba más de medio siglo de primaveras. Sostenía una taza de plástico, tan agrietada y gastada como su cara.

Todo en ella rezumaba humildad, sencillez, precariedad. Desde las tinieblas de su silencio, desde su permanencia tenaz, invitaba a la compasión. Miraba hacia la nada, hacia el cielo con ojos trémulos, tal vez regalando una oración muda o tal vez sin siquiera saber rezar, agradecía a la vida.

Despertó en mí sentimientos olvidados, arcanos prohibidos. Misericordia, ternura, abrigo, soledad infinita. Dentro mío una puerta se abría de par en par. Una voz que había aprendido a negar, ahora acariciaba los rincones más sensibles de mi conciencia. Tuve un atisbo, casi una confirmación de la existencia de ese otro yo que los antiguos llamaban daimon, y los seguidores de la Cruz, alma.

No podía apartar la vista de ella; ante mí asumió la imagen de mi madre, de mi abuela, de mi madrina, de mi hermana ya anciana y desahuciada por todos...y por mí. Tuve tristeza, de ella, de mí y de todos. A su lado me sentí millonario de afectos y de posibilidades. Tomé cinco pesos de mi bolsillo, y los dejé en su mano, guiándola con cuidada ternura. La sentí un poco fría. Como la calle. Como los demás.

Cuando vino el colectivo, desperté como de una ensoñación. Me pareció escuchar algo de su parte, pero no lo entendí. No importaba: yo estaba en deuda con ella, yo debía agradecerle.

¿Quién era esa mujer que desde aquél humilde sitial rodeado por olvido e indiferencia social inundó mi conciencia extraviada ?. ¿Qué hechizo de compasión arrojó sobre mí para desnudar mis egoísmos, mi ignorancia, para luego, sin una sola palabra, aleccionarme sobre humanidades y miserias?.

¿Qué fuerza anidaba en aquél cuerpo frágil, doblado por los años e ignorado por todos?...¿quién pudo ver a quién?.