jueves, diciembre 13, 2007

La leyenda del Errante

Los últimos Wik wan, que viven a orillas del lago Yehuin, son los únicos que recuerdan lo que pasó.

Aún hoy, cuando el invierno arrecia, el chamán les cuenta: “Hubo una vez en que no había nada. Entonces, Kin y Wak, los dueños del cielo, le pidieron a sus hijos que crearan todo. Cada uno de ellos se esmeró por honrar a sus padres con sus creaciones. Lulö creó el sol. Aniyá creó las estrellas. Los mellizos Tule y Vule, la tierra y la luna, que siempre se miran. Mara le dio vida a la tierra, y creó las plantas y los animales, y les puso nombres a todos.

Y al más pequeño de todos, Arutimunna, ya no le quedaba nada por crear. Entonces miró a su padre y a su madre, y creó al hombre y a la mujer. Tan felices fueron los hombres y los dioses con la creación, que tuvieron muchos hijos que llenaron la tierra, hasta que no hubo casi espacio para nadie más. Los animales empezaron a morir, cazados por los hombres. Y la hierba dejaba de crecer, aplastada por el paso de las tribus. Los dueños del cielo le pidieron a Arutimunna que destruyera a sus criaturas, para que no mancillaran más la tierra, pero Arutimunna les rogó que le permitieran conservarlos, porque sabía cómo lograr que ya no fueran tantos.

Entonces bajó a la tierra, y mientras dormían, robó una parte del corazón de todos los hombres y las mujeres, los guardó en una gran alforja y partió a vagar sin rumbo por la tierra. Los hombres ya no fueron tan felices, y no desearon traer hijos a un mundo que ahora les parecía gris y frío. Pero, de vez en cuando, algo ocurre. Arutimunna llega sin avisar, y prende fuego al corazón de un hombre y de una mujer, y así vienen los hijos. Luego se va, tan rápido como llegó, para que nadie lo pueda seguir. Y así nosotros, los Wik wan sabemos que el amor es como un viejo errante que viene cuando nadie lo espera, y se va sin avisar.

sábado, diciembre 08, 2007

El desprecio

Hacía diez años que María trabajaba para la señora. Mirta Bonifacci de Villegas le pagaba bien, pero incluía dentro de los servicios exigidos el rancio menosprecio de la porteñidad hacia los paraguayos. Todas las tardes, la señora Mirta pasaba horas en su invernadero. Atendía a todas sus plantas y flores, y, como otra muestra de desprecio, la única especie a la que ni miraba era la flor de Añapuré, que María le había traído una vez de Asunción, cuando volvía de ver a su familia. “A éstos tenés que tenerlos así querida, sino te pasan por arriba” sentenciaba Bonifacci frente a sus amigas de la suciedad de beneficencia mientras sorbía su exclusivo té negro de Windfills.

Una tarde, la señora apareció muerta en el patio con unos extraños pinchazos en los brazos. María llamó rápidamente a la policía. Pero esa policía que también la menospreciaba por “bolita”, no pudo descubrir nada, sencillamente porque no sabían preguntar. De lo contrario le habrían preguntado a María por qué Añapuré significa “regalo del diablo” en guaraní, o mejor aún, por qué aquélla enorme flor descuidada y apartada en un rincón, antes era blanca como la nieve, y ahora lucía casi con soberbia pétalos de un furioso carmesí.