domingo, agosto 12, 2007

Los Wik Wan

El anciano tosió de manera solemne para llamar la atención. Durante unos segundos la noche de invierno enmudeció junto con la tribu. Sólo el fuego en torno al cual los Ne’wam se apiñaban, alegres, se animó a crepitar en presencia del viejo Unúh.

Todos, grandes y chicos, esperaban ese momento. Unúh era viejo entre los ancianos y ya nadie podía llevar la cuenta de los inviernos que cargaba a cuestas. Ni siquiera Kilé, hijo de Walú, el que con una mirada sabía rápidamente cuántas nanas había pastando en la pradera.

-Ahora- dijo Unúh, -voy a hablar del otro tiempo. De cuando los Ne’wam no éramos ni siquiera uno o dos. Porque hubo un tiempo en el que la tierra era otra. Donde hoy yace el bosque con el arroyo que canta, antes había un mar de arena. Allí donde hoy pastan los nanas y Wepwe caza los jachíes de plumas doradas, una montaña más alta que el Kennaui tocaba las nubes del cielo.

Toda la tierra estaba llena de otros animales, de otras aves y de otros peces. Los ruidos del bosque, eran otros ruidos y los de la pradera, sonaban distintos también. No había nieve ni inviernos, y el hermano Nuie’ calentaba la tierra siempre con la fuerza del verano.

No había ningún Ne’wam. Ni ninguna ciudad Saggiga ni lenguas Upanishim, ni ningún hombre o mujer que caminara con dos piernas o que cantara dando gracias a la estrella del atardecer. Los animales eran libres en el aire, la tierra y las aguas, pues nadie los encerraba en corrales o los mataba con flechas. Era extraño el mundo del otro tiempo, porque nadie contaba los ciclos o las cosechas, porque no había cosechas…-

Unúh hizo silencio. Miraba el fuego y mientras dio dos pitadas a su pipa, tomó aire, como si lo que fuera a relatar a continuación lo entristeciera.

-Había entre los animales, una raza que se destacaba entre las demás. Nosotros los llamamos Wik Wan, pero nadie sabe cómo se llamaban en verdad. Tenían el cuerpo cubierto de pelaje rojo, como el de la liebre en el verano. Tenían cola larga con anillos blancos como los Itupìes y aunque la mayor parte del tiempo deambulaban en cuatro patas, habían aprendido a pararse, y sus manos, armadas con garras, podían asir cosas como los hombres. Vivían también en tribus, como todos los Ne’wam y como los Saggiga, (que ahora han resuelto reunirse en ciudades de piedra).

Los Wik Wan no emitían sonidos como los hombres, ni se comunicaban como los demás animales. Hablaban entre ellos en silencio, por eso ningún otro animal se les igualaba en astucia. En un principio, eran víctimas de Karek, el gran lagarto, que los cazaba de a montones con su gran boca de muchos dientes. Pero los Wik Wan crecieron en inteligencia y sabiduría, y hablando entre ellos, aprendieron a evitar a los Karek y a todos los que los molestaban. Vivían en los árboles del Gran Bosque, que por entonces cubría como una alfombra los límites de la tierra.

Tenían tres ojos: dos en el mismo lugar que todos los hombres, en la cara, y un tercero más en la frente. Su mirada hablaba, pero sólo ellos podían escuchar esas palabras de silencio. Y los Wik Wan se hicieron fuertes, inteligentes y numerosos entre los demás animales.


Y transcurrió un buen tiempo. ¿Que cuánto tiempo?. Nadie puede saberlo. ¿Cuánto dura un atardecer?; ¿cuánto se demora la tormenta?. Sólo diré que al cabo de un tiempo, Los Wik Wan cambiaban la tierra. Moldeaban los árboles de su bosque para hacer madrigueras más cómodas, juntaban ramas y con ellas cruzaban arroyos y ríos sin necesidad de nadar. Sus mujeres podían parir en cualquier momento y los machos se juntaban y cazaban en grupos, ayudándose con piedras y ramas. Y aunque no tenían arcos ni lanzas ni espadas, emboscaban presas grandes hablándose entre ellos con sus miradas silenciosas.

Entonces, un día, miraron al cielo. Descubrieron las luces de la Cúpula, al hermano Nuie’ y a la blanca Newá. Y un día, en el crepúsculo del bosque, los animales escucharon por primera vez un sonido como nunca antes habían oído. Eran los Wik Wan que emitían un canto al cielo. Todos al unísono elevaban sus miradas y saludaban a la estrella de la tarde. Y todo el bosque brillaba durante unos instantes por la magia serena de aquéllas voces. Sólo cuando saludaban a la estrella cantaban los Wik Wan. Y todos los animales callaban cuando los Wik Wan elevaban su melodía. Y todos se amansaban porque los sonidos eran dulces y armoniosos y llegaban hasta los dioses.

Otro tiempo transcurrió en el mundo. Los ríos cambiaron su curso. Las planicies se elevaron y se hicieron montañas, y los mares se secaron. Muchos animales dejaron de vivir. Otros se empequeñecieron y los que quedan de ellos no son más que una sombra de lo que fueron. Una gran piedra cayó del cielo. Nadie sabe si fueron los dioses los que la arrojaron, pero la piedra terminó de cambiarlo todo. Toda la estirpe de los Karek pereció. El Gran Bosque de los Wik Wan se secó y se redujo, y todos debieron migrar hacia el sur. Las tierras se dividieron y el gran mar separó para siempre a los Wik Wan, quienes habían vivido siempre juntos.

Entonces, apareció el hombre. Primero, unos pocos errantes. Andaban en dos patas, y por ello las manos del hombre muy pronto se transformaron y dejaron de parecerse a sus pies. Los hombres tenían dos ojos, no tres. Y hablaban entre ellos con ruidos que espantaban a todos los animales. Los Wik Wan descubrieron a los hombres y miraron con sus tres ojos las mentes y los corazones de aquellos. Y los vieron parecidos a sí mismos. Pero los hombres eran como niños: no sabían usar sus manos, no conocían el arte de mirar al cielo ni de hablarse en silencio. Y los Wik Wan, que eran más fuertes, antiguos y sabios, los ayudaron. Los hombres no tenían mucho pelo. Los Wik Wan les tejieron abrigos. Los hombres no sabían guarecerse de la lluvia ni construir madrigueras en los árboles. Los Wik Wan les construyeron chozas. Por último, les enseñaron a cantar mirando a la estrella de la tarde. Dicen que los Wik Wan les dijeron a aquéllos primeros hombres, que todos los seres provenían de aquella estrella. Pero no se lo dijeron con sonidos de hombres, sino con voces dentro de sus cabezas.

Y fue así que un día los hombres comenzaron a temer a los Wik Wan. Porque éstos podían saber lo que los hombres pensaban, pero los hombres nunca sabían lo que conversaban los Wik Wan entre ellos. Los hombres querían que los Wik Wan vinieran a vivir con ellos en las planicies y en las chozas. Pero los Wik Wan no deseaban abandonar sus bosques ni entrometerse en los asuntos de los hombres.

Los hombres comenzaron a odiar a los Wik Wan, por su sabiduría. Y todo lo que habían aprendido de ellos, lo emplearon para hacerse más poderosos y para la guerra. Primero, cazaron más animales de los que podían comer, y los guardaron. Y crearon armas con las cuales se mataban entre ellos por la comida guardada o por tierras para cazar. Y dejaron de hablar con los Wik Wan y de visitarse mutuamente. Los Wik Wan ya no merodearon por las aldeas de los hombres, y éstos no entraron más a los bosques.

Pero todas las tardes, los hombres oían el canto de los Wik Wan. Y sabían que allí estaban aquellos seres que les habían enseñado a vivir y a cantar, seres que sabían lo que ellos pensaban. Y les temieron y los odiaron aún más.

Un día, los hombres descubrieron cómo hacer nacer fuego a voluntad. Y descubrieron que ningún otro animal podía enfrentarse a ese poder. Con el fuego podían cazar de noche y asustar incluso a Tenyu, el oso. Y los Wik Wan vieron lo que pensaban los hombres. Y por primera vez en muchas generaciones, tuvieron miedo.

Una tarde, mientras los Wik Wan cantaban a la estrella, los hombres se armaron de valor y con antorchas, entraron en el bosque sagrado. Y con el fuego, quemaron todos los árboles y las madrigueras de los Wik Wan. El bosque ardió con furia y con tristeza, y el crepitar de las llamas acalló el canto de la tarde. La estrella quedó sola y en silencio, y el Gran Bosque se redujo a cenizas.

Los hombres cantaron aquella noche su victoria. Celebraron su poder y trazaron planes para conquistar otros bosques, y otras praderas, y hasta las montañas querían escalar.

Al atardecer del segundo día luego de la matanza, el silencio reinaba en toda la tierra. No se escuchaba ni el rumor del arroyo, ni la risa del viento con las hojas de los árboles. Ni el canto de los Wik Wan. Los hombres se reunieron alrededor de sus fuegos y temieron el silencio. Nadie se atrevió a cantar. Y cuando vieron la estrella de los Wik Wan asomar por el horizonte, temblaron con pavor, porque el silencio en la tierra les recordaba la muerte y la estrella crecía y crecía en el horizonte y todos temían ser abrasados por su fulgor.

Y entre todos discutieron y lloraron por haber matado a los Wik Wan y por haber destruido el bosque. Esperaron aterrados que la estrella de la tarde los aniquilara a todos en castigo por su maldad.

Con sigilo, se reunieron alrededor de sus fuegos y rogaron a la estrella que los perdonara y que no los quemara como ellos habían quemado a los Wik Wan. Y cuando el llanto de los hombres fue tanto que apagó los fuegos, la estrella volvió a su lugar. Y en la tierra, todos los animales que habían conocido a los Wik Wan, se pusieron a cantar, para honrar al pueblo del bosque y para recordarle al hombre que éste no era sino uno más entre los que vivían en la tierra. Y así cantaron, a su modo, las ranas. Y los lobos aullaron. Y los pájaros se reunieron en árboles y cantaron todos juntos a la estrella Wik Wan. Y los grillos siguieron cantando aún durante la noche. Al amanecer siguiente, otros pájaros cantaron al ver al hermano Nuie’. Y los hombres despertaron de su temor y vieron asombrados en el cielo, otra estrella, igual a la de la tarde, como la de los Wik Wan. Y supieron que habían sido perdonados.

Desde entonces, todos los hombres de buena voluntad cantamos y rezamos en el crepúsculo y en el amanecer, agradeciendo por un nuevo día que llega, y, sobre todo, para que a la noche la estrella de los Wik Wan nos perdone.