viernes, noviembre 24, 2006

La búsqueda - I -

Atardecía sobre el bosque y los árboles me regalaban sus aromas de madera y verde. Subí la cuesta con determinación, obligándome a hacerlo, porque en el fondo estaba nervioso.

Llegué a la cueva. Sentí que estaba frente a un vórtice infinito en su oscuridad. Tomé valor y entré. Tanteando las paredes pude avanzar y acostumbrarme a la negrura que me envolvía como un manto pesado. Adelante, no muy lejos, distinguí un resplandor. Seguí hasta que la caverna se ensanchó en una gran sala que no pude determinar si era obra de la genialidad del hombre o de la persistencia de la naturaleza.

En medio del recinto había una hoguera crepitando. Me acerqué, tomé un leño y lo entregué al fuego, como quien deposita una fruta ante un ciego. Sólo que en aquél lugar, el ciego parecía ser yo.

Detrás de la pequeña fogata había un asiento labrado en la piedra. Era sencillo en su diseño, sobrio en la decoración geométrica, y macizo por donde se lo mirara. El anciano que lo ocupaba vestía también con sencillez. Una túnica roja y limpia que contrastaba como excepción con el entorno agreste. No sabía su nombre, pero todos lo conocían como “el viejo”. Y aunque el nombre parecía despectivo, todos lo enunciaban con reverencia.

Mientras yo cumplía con el ritual de colaborar con el fuego y me sentaba frente suyo, hoguera de por medio, el viejo siguió ensimismado trenzando un canasto de corteza. Lo hacía con la misma dedicación y atención con que un erudito escudriña un pergamino fantástico.

Esperé vanamente que levantara la vista, que me mirara, que me hablara. Perdí la noción del tiempo y el eco del fuego crepitando en la oquedad se tornó hipnótico.

-Hijo, ¿qué estás buscando?- dijo repentinamente, y el fuego pareció enmudecer, respetuoso, ante el maestro.

-Vine por respuestas, anciano-, dije tembloroso. –En la aldea me han dicho que sabes tanto como muchas vidas y que tienes respuestas para todo-.

-¿Eso te han dicho?-.

-Sí. Y yo les creo.

-Los hombres de tu aldea no han hablado bien. Aquí no tengo respuestas, sino preguntas. Pero las preguntas son como el látigo para el kipu, lo impulsan hacia adelante, hasta que un día, casi sin darse cuenta, llega a destino.

-¿Entonces no responderás a mis preguntas?, dije con tristeza, mientras el viejo no apartaba la vista de su canasto, que seguía trenzando con lentitud ceremonial.

-Te ayudaré a buscar las preguntas. Pero primero debes saber qué buscas. Ésa es la pregunta madre. Dime, hijo: ¿qué buscas?.

Enmudecí. El fuego eructó chispas, y un tronco vencido por la tenacidad del calor, cayó al fondo de la hoguera como un hombre que cae exhausto.

jueves, noviembre 16, 2006

Así he venido II

Según la cronología aceptada, tengo treinta y tres años y algunos meses. Pero dentro de mi madre, yo, que aún no era este que soy, ya latía con vida.

Prefiero, por varias razones, negarles a mis progenitores la gracia de haberme concedido la vida. Ellos, Beatriz y Francisco, no fueron mis padres. Esa palabra no les hace honor. Crearon, en algún momento de sus existencias, una vida que devino, muy a su pesar, en mí.

Porque quisieron domeñarme a fuerza de indiferencia, violencia y obligaciones.

Él, el loco, sólo aparecía en nuestra realidad como lo hacen los fantasmas que no distinguen la frontera entre la tumba y la vida que respira. Su furia ocasional se desplegaba de repente: era un huracán de insultos, un animal en toda la extensión del significado, un repartidor de culpas y agresiones incubadas. Él, apenas un siervo de su propia obstinación, creyó que yo acataría la tradición paterna de maltrato.

Ella, la dejada. La que sólo supo exigirles a sus hijos que hicieran lo que ella jamás intentó. La que se doblegó al loco vaya a saber por qué burla del amor. Eran dos desvariados arrinconados con la terca persistencia del idiota.

Por eso declaro, sin orgullo y sin pasión, que devine. Porque nunca hubo respuestas a mis preguntas, excepto las que yo mismo encontré. Porque nunca hubo afecto, salvo el que vino a mi encuentro cuando huí desorientado por casi un día de aquél lugar que vanidosamente llamaban “casa” y que nunca lo fue.

Debí olvidar todo lo aprendido. No sabía quién era, qué quería, quién sería. Mientras mis amigos persiguieron sus anhelos, yo me detuve. Durante varios años busqué algo en el desierto de mis afectos interiores. Fui judío errante en mi propia eternidad, escrutando evocaciones de la infancia, hurgando en cajones reacios a la introspección, la historia de mi vida que los ellos habían escrito por mí.

No existe quizás mayor tristeza que verse a sí mismo como me vi en aquellos días, los días del diván. Leí mi biografía, la que él y ella habían escrito para mí. Leí el prólogo, los párrafos de mi infancia, y me ofusqué por las hojas de la adolescencia, brutalmente arrancados de cuajo.

Y lloré. ¡Cómo lloré!. Mojé almohadas, libros, mangas de buzos y toallas tratando de extirpar algo que se puede llamar dolor, pero cuya profundidad insondable sobrepasa cualquier etimología.

La tristeza me alejó de los vivos. Comprendí, -o creí comprender- los arcanos del suicida. No crean, ustedes que respiran vida, que podrán interpretar alguna vez lo que siente el suicida, porque no hay libro o psicoanalista que pueda abarcarlo.

Y yo también, como el loco, fui por un tiempo fantasma. Me sentí ajeno al mundo de los que ríen y proyectan. Me sentí un paria, un refugiado, un hijo de predestinaciones escamoteadas. No quería morir, pero tampoco soportaba aquel vago transitar de mi organismo por el tiempo y por el mundo.

Me deshice en harapos. Fui esclavo, siervo humillado, manojo de frustración.

Tomé un respiro, un par de pastillas, y abrí los ojos. Ahí estaba el otro yo, temido y ansiado. Era ése que, lento pero firme, me secaba las lágrimas, me mostraba mi valía, el que abría senderos posibles.

Entonces un día, o una semana -qué importa ahora-, estuve de regreso. Corrí lo desandado durante los días de introspección y devine en constructor.

Conocí el enamoramiento, la fascinación, el amor imposible. Creo que por primera vez en mi libro, escribí sobre la pasión y sobre el deseo. Padecí tanto el engaño como la desilusión. Me cansé de excusas inventadas para no corresponderme y también, me di el dudoso lujo de despreciar.

Descubrí el efecto de mi ser en los demás. De mi voz, de mis ademanes, de mis silencios.

Ahora sí siento que soy uno con el que escribe. Recién después de siglos de transitar por meandros y estepas, puedo intentar enseñorearme de un terruño propio.

Hoy escudriño la paz y la felicidad. Pienso que ambas son como la arena y el horizonte. Una puede alcanzarse con las manos, pero se escurre inevitablemente. La otra está siempre allá, un paso más adelante.

sábado, noviembre 11, 2006

El Heresiarca

Entonces El Que Habla dijo: "-No es bueno quien no es justo consigo mismo y con los demás. Porque no existe bondad sin justicia. Vengo a traerles un legado: soy la voz de los que fueron silenciados, de los que sufrieron por la verdad.

El falso profeta sentenció: 'pon la otra mejilla'. Yo les digo: dad a cada uno lo suyo, buscad la paz defendiendo la verdad. El orden nos libera. Respeten, y serán respetados.

Pero quienes no tengan respeto de vuestras normas y leyes, tampoco deberán ser respetados. Deberán ser apartados de vuestro entorno, hasta que demuestren que entendieron las reglas de la comunidad. Y si no las han entendido, entonces deben ser apartados para siempre. Y si persisten en atacar vuestro modo de vida, entonces debéis acabar con su vida.

Porque el bien de la comunidad es el bien supremo.

Tu palabra no tiene valor si tus actos no le siguen. Si quieres paz, practica la paz. Si hablas de humildad, lleva una vida humilde. No lean las palabras de los hombres, que se consumen en el mismo aire que las exhala. Observen sus actos: ellos hablan y no mienten.

Vengo a abrir sus corazones, pero también a liberar sus mentes de la esclavitud de la fe ciega y falsa del crucificado. ¿Quién puede postrarse ante un dios que mató a su propio hijo?. ¿Qué herencia puede dejar un culto que dice amar la vida pero adora un cadáver sangriento en una cruz?.

¿Cómo puede sermonear sobre el amor aquél que niega el amor carnal?.

Ven y mira: tu Dios verdadero no te juzgará por el tipo de persona a quien amarás, sino por la calidad de tu amor.

Así está escrito que habló el Nuevo Profeta en el santuario frente al mar, y su palabra fue tenida por herejía, pero sus seguidores juraron seguirlo y repudiar el Libro de los cristianos y el Libro de los judíos y hasta el de los mahometanos.

Y por primera vez en dos mil quinientos años, hubo gente que rezó sin estatuas, que comprendió sin libros, que se sintió libre y feliz sin curia ni reverencias.

Escrito al azar

Más que una mansión, aquel lugar, aquella construcción era un verdadero palacio imperial. Los jardines evidenciaban las expertas tijeras de jardineros profesionales.

Busqué en el directorio un mapa sobre aquél paraje extraño, mientras me acurrucaba más cómodamente en el almohadón naranja del tren.

Con mi birome de mil viajes hice un círculo azul en el mapa. Un paisano dejó de pedalear al paso de mi tren, y una galletita cayó sobre mi mapa, en un descuido imperdonable de mi lesbiana compañera de asiento.

La miré con seriedad y me devolvió una sonrisa tímida. Su guarnición adicional de almuerzo era devorada con una técnica mixta de palitos chinos y tenedor. Su vestido era una antología del menú del día. Su interrupción, una blasfemia para mi mapa.

sábado, noviembre 04, 2006

Así he venido

Dicen los que vinieron antes que yo, que una tal Beatriz –“la que hace feliz”- y un tal Francisco –“el que hace libre”- me dieron la vida hace casi treinta y cinco años.

No les crean: yo no estaba allí, en el recinto de la almas que esperan su número para llegar a la Tierra. Yo devine, me hicieron, me hice.

En la cronología aceptada, tengo treinta y tres años y algunos meses. Pero dentro de mi madre, yo, que aún no era este que soy, ya latía.

En aquellos años, el pueblo de Don Bosco era pacífico, residencial, una estación del Roca casi desconocida para quien no fuera del partido de Quilmes.

La toponimia signó mi destino escolar: jardín de infantes, primaria y secundaria entre los Salesianos, más conocidos como “Obra de Don Bosco”.

Cuando mis viejos no respondieron más a mis preguntas, aprendía a leer. Cuando la religión no satisfizo mis inquietudes, caminé un tiempo por la senda del escepticismo, del positivismo y de otros tantos ismos. Ninguno de ellos pudo hasta hoy completar mi búsqueda.

Algunos dicen que la vida es eso: la búsqueda de algo que nunca encontraremos ni debemos encontrar, porque vivir es caminar.

Desde entonces y desde siempre me hago preguntas y busco respuestas. Torturo mi existencia a veces en demasía con cuestiones inconducentes, y no pocas veces me pierdo en sutilezas bizantinas.

La sociedad, tal y como la conocemos, me enfurece y me desgasta. Por eso intenté aproximarme a ella desde la Sociología, pero esta última me regaló, para mi decepción, más dudas que certezas.

Quiero cambiarlo todo, me apasiono y me frustro con igual intensidad.

Aún hoy, cuando puedo sentir la noche lejos de la ciudad, o cuando me fatigo en la montaña, extraño perder la razón por un amor imposible. Entonces recuerdo la leyenda que contaban los hombres del Sumer, en donde el amor y la pasión se unen en un viejo errante que se va sin decir nada, y que llega cuando uno menos lo espera.