jueves, noviembre 16, 2006

Así he venido II

Según la cronología aceptada, tengo treinta y tres años y algunos meses. Pero dentro de mi madre, yo, que aún no era este que soy, ya latía con vida.

Prefiero, por varias razones, negarles a mis progenitores la gracia de haberme concedido la vida. Ellos, Beatriz y Francisco, no fueron mis padres. Esa palabra no les hace honor. Crearon, en algún momento de sus existencias, una vida que devino, muy a su pesar, en mí.

Porque quisieron domeñarme a fuerza de indiferencia, violencia y obligaciones.

Él, el loco, sólo aparecía en nuestra realidad como lo hacen los fantasmas que no distinguen la frontera entre la tumba y la vida que respira. Su furia ocasional se desplegaba de repente: era un huracán de insultos, un animal en toda la extensión del significado, un repartidor de culpas y agresiones incubadas. Él, apenas un siervo de su propia obstinación, creyó que yo acataría la tradición paterna de maltrato.

Ella, la dejada. La que sólo supo exigirles a sus hijos que hicieran lo que ella jamás intentó. La que se doblegó al loco vaya a saber por qué burla del amor. Eran dos desvariados arrinconados con la terca persistencia del idiota.

Por eso declaro, sin orgullo y sin pasión, que devine. Porque nunca hubo respuestas a mis preguntas, excepto las que yo mismo encontré. Porque nunca hubo afecto, salvo el que vino a mi encuentro cuando huí desorientado por casi un día de aquél lugar que vanidosamente llamaban “casa” y que nunca lo fue.

Debí olvidar todo lo aprendido. No sabía quién era, qué quería, quién sería. Mientras mis amigos persiguieron sus anhelos, yo me detuve. Durante varios años busqué algo en el desierto de mis afectos interiores. Fui judío errante en mi propia eternidad, escrutando evocaciones de la infancia, hurgando en cajones reacios a la introspección, la historia de mi vida que los ellos habían escrito por mí.

No existe quizás mayor tristeza que verse a sí mismo como me vi en aquellos días, los días del diván. Leí mi biografía, la que él y ella habían escrito para mí. Leí el prólogo, los párrafos de mi infancia, y me ofusqué por las hojas de la adolescencia, brutalmente arrancados de cuajo.

Y lloré. ¡Cómo lloré!. Mojé almohadas, libros, mangas de buzos y toallas tratando de extirpar algo que se puede llamar dolor, pero cuya profundidad insondable sobrepasa cualquier etimología.

La tristeza me alejó de los vivos. Comprendí, -o creí comprender- los arcanos del suicida. No crean, ustedes que respiran vida, que podrán interpretar alguna vez lo que siente el suicida, porque no hay libro o psicoanalista que pueda abarcarlo.

Y yo también, como el loco, fui por un tiempo fantasma. Me sentí ajeno al mundo de los que ríen y proyectan. Me sentí un paria, un refugiado, un hijo de predestinaciones escamoteadas. No quería morir, pero tampoco soportaba aquel vago transitar de mi organismo por el tiempo y por el mundo.

Me deshice en harapos. Fui esclavo, siervo humillado, manojo de frustración.

Tomé un respiro, un par de pastillas, y abrí los ojos. Ahí estaba el otro yo, temido y ansiado. Era ése que, lento pero firme, me secaba las lágrimas, me mostraba mi valía, el que abría senderos posibles.

Entonces un día, o una semana -qué importa ahora-, estuve de regreso. Corrí lo desandado durante los días de introspección y devine en constructor.

Conocí el enamoramiento, la fascinación, el amor imposible. Creo que por primera vez en mi libro, escribí sobre la pasión y sobre el deseo. Padecí tanto el engaño como la desilusión. Me cansé de excusas inventadas para no corresponderme y también, me di el dudoso lujo de despreciar.

Descubrí el efecto de mi ser en los demás. De mi voz, de mis ademanes, de mis silencios.

Ahora sí siento que soy uno con el que escribe. Recién después de siglos de transitar por meandros y estepas, puedo intentar enseñorearme de un terruño propio.

Hoy escudriño la paz y la felicidad. Pienso que ambas son como la arena y el horizonte. Una puede alcanzarse con las manos, pero se escurre inevitablemente. La otra está siempre allá, un paso más adelante.

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