sábado, diciembre 02, 2006

El dado

Guardo para mí la certeza de que el azar acompaña a ciertas personas con la misma persistencia con que la desgracia abruma a otras.

Suelo mantener esta creencia entre mis pensamientos más íntimos, porque entiendo que pocos se animarían a compartirla y muchos, por el contrario, la encontrarían arretobada.

Vengo observando desde muy chico ciertas regularidades en lo que llamo destino y azar, que cada día que pasa agregan certidumbre a mi concepción de lo que vulgarmente llaman “suerte”.

Veamos el caso de mi tío, el gallego Manuel. Siempre ha tenido suerte. No hubo sorteo en las fiestas de fin de año de su laburo en los cuales no se ganara algo. Pero a la recurrencia de su “suerte” debemos agregarle una dosis de “eficiencia” : ganarse un ventilador de techo unos días antes de comprarse uno por cuenta propia, o una videocasetera cuando se te acaba de romper otra es, cuando menos, doble suerte.

Su única hija, mi prima Analía, parece haber heredado los genes benévolos de su padre: acostumbra ganar cualquier cosa allí en donde el azar es el primer protagonista.

Anécdotas aparte, creo firmemente que el azar no es azaroso, y que por el contrario, existen ciertos factores del ser humano –aún fuera de control consciente- que pueden, hasta cierto punto, conducirlo.

Van un par de ejemplos de lo que quiero decir: ¿ nunca les pasó que, luego de no haber ganado nada en sus vidas, justo el día en el cual no quieren salir beneficiados en un sorteo o algo parecido, ganan?. Hace poco me comentaban de una persona que nunca tuvo suerte, y que en el sorteo de una fiesta ganó un gran premio, aunque esta persona deseaba secretamente no ganar nada, ya que el agraciado debía pasar al escenario y bailar frente a un público expectante y esto, obviamente, lo llenaba de vergüenza.

La única vez que gané algo por azar fue precisamente en circunstancias similares: fui a un boliche con dos amigos. Junto con la entrada nos daban un número para sorteos. El ganador debía pasar al escenario, enfocado por todas las luces y era objeto de las burlas y pésimos chistes del animador, y el premio sólo nos era otorgado después de habernos entregado a unos minutos de escarnio público por parte de aquel fanático de la irreverencia.

En aquella ocasión tuve por primera vez en mi vida el firme deseo de no ganar. Obviamente gané, y por si fuera poco mi amigo rompió el juramento que le obligué a darme cuando entramos, de que si yo ganaba algo él subiría al escenario por mí y luego compartiríamos los premios. Sebastián –que así se llamaba el traidor- aceptó la promesa con algo de condescendencia, viejo conocedor como era de mi reiterada mala suerte.

Conforme leo, escucho o protagonizo más de estos eventos, me voy convenciendo de ciertos rasgos perversos que guían al azar. Es como si éste sintiera un íntimo placer en contrariar los anhelos de los que, como yo, pateamos el mundo sin el don de la casualidad numérica.


Lo opuesto sirve también como ejemplo: un verano pasábamos las vacaciones con mi familia en la costa. Quince días de aburrimiento infernal para mí, con 17 años recién cumplidos y confinado en un mar de dunas y calles de tierra. Una semana antes de que volviéramos, vinieron a la casa de al lado dos chicos, bajo la tutela de la abuela de uno de ellos. Flashié con Andrés al segundo de haberlo visto. Intenté acercamientos ayudado por mi hermana y compartimos entre los cuatro algunas tardes de playa y charlas. Mi timidez me impidió avanzar lo que mi interior me exigía, así que la noche anterior a que ellos se fueran, cenamos juntos y terminamos jugando a la generala.

¿Cómo explicar la increíble suerte que tuve aquella noche con los dados?. Allí no había azar sino causalidad: en las tres partidas hice generala, pero no sólo eso. Aunque no hubiera hecho generala, igual hubiera ganado los tres partidos por puntos, porque también había sacado póker, full y hasta dos escaleras servidas. Hasta mi hermana tuvo que comentar “Che ¿qué te pasa a vos?...¿de dónde sacaste tanta suerte?”. No lo sé. Tal vez había algo interno que me exigía más y, obviando la timidez que me atenazaba, aquella voluntad se coló por entre mis dedos hacia el cubo de los dados.

Casualmente la palabra “azar” viene del árabe hispánico y quiere decir, literalmente, dado.

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